Un escritor de nuestro tiempo, el británico Neil Gaiman, nos dice en lo que cree; de forma muy clara, que se entiende muy bien: “Creo que la vida es un juego, que la vida es una broma cruel y que la vida es lo que sucede cuando estás vivo y que lo mejor que puedes hacer es tumbarte a la bartola y disfrutarla”. Una parte importante del mundo de hoy, probablemente la parte con mayor riqueza, o más materialista, piensa así.
Gandhi, el gran pacifista, pensador y político indio, decía por el contrario, de forma también muy clara y entendible: “Si la muerte no fuera el preludio a otra vida, la vida presente sería una burla cruel”. En esto creen, o esperan, que viene a ser poco más o menos lo mismo, otra parte importante de la población, quizás la menos favorecida, la que en su interior sabe que en esta no va a conseguir grandes compensaciones y lo fían todo a la futura.
Este dilema, sobre si la vida se acaba en esta tierra o continúa luego, ha sido el debate de fondo de la humanidad, desde que el mundo es mundo. Y me temo que continuará siéndolo en el mundo que viene.
Y este dilema lleva concatenados, o derivados, otros muchos, el más importante sin duda es: si Dios existe y en ese caso quién es, se supone que el que creó el mundo, y qué es lo que espera de nosotros. O bien, por el contrario, si se cree que Dios no existe, que es una fantasía o una idea creada por el propio hombre, y que el universo se autocreó, como sugiere la famosa teoría del bing bang. Y de ahí procedería todo, toda la vida, tras un proceso evolutivo de millones y millones de años.
Otro dilema importante que nace de estos dos es si hemos de enfocar la vida en nosotros mismos como individuos o bien como colectividad. Es decir, ¿debemos buscar un bienestar o progreso individual o, más bien, un progreso colectivo y solidario de la humanidad de la que formamos parte? Este también es un debate de fondo del pensamiento y la acción política de siempre y que sigue muy en boga en la actualidad.
Lo que sí resulta curioso es que, tanto las principales religiones, como el mundo agnóstico, dan una gran importancia al sentido de la colectividad: la hermandad de los seres humanos. Ya lo decía el gran escritor romano Apuleyo en el siglo II: “Uno a uno somos mortales. Juntos, somos eternos”. De esta forma, cuando no se cree en Dios, se cree, y se vive, en la aportación que tú haces al mundo que queda para los que vengan después. Esto engancharía con todo el movimiento del crecimiento sostenible, el ecologismo, la justicia social, etc., es decir, viviríamos, daríamos sentido a nuestras vidas, para dejar un mundo mejor.
Otro aspecto importante de las creencias a lo largo de la historia ha sido, por una parte, poner el acento en la autoconfianza en el hombre o bien, por otra parte, poner el foco en la confianza en un ser superior en el que se busca amparo: es decir, Dios, El Creador.
En las épocas de mayor progreso científico, y de mayor complicidad dentro de la comunidad humana, la autoconfianza en el hombre crece: el propio hombre se convierte, prácticamente, en el gran dominador, casi creador, del mundo en el que vive. Se cree en la ciencia y en la capacidad del hombre para eliminar el sufrimiento del mundo y el propio sufrimiento que la vida trae consigo. En el mundo que viene donde, gracias a las nuevas tecnologías, veremos un acelerón del progreso como pocas veces se ha visto en la historia, la autoconfianza en el hombre, y en sus capacidades, subirá muchos enteros.
Hace unos días tuve una conversación con un sacerdote de a pie, de los que se dejan la piel por su parroquia, por la gente de su barrio. Hoy en día ser sacerdote es poco menos que ser un héroe: sin remuneración, sin prestigio y casi clamando con su voz enronquecida, que casi nadie escucha, en el desierto. Le dije: “Tenéis que lograr que a los curas se les permita casarse, se normalice su vida, que las mujeres tengan un papel como el del hombre en la Iglesia, expulsar la pederastia y los abusos de vuestra Iglesia, entonces se solucionarán todos los problemas del descenso de fieles”. Él me miró, como si mirara a un advenedizo, a alguien que se queda en la superficie de la cuestión: “Mira, todo eso se puede arreglar pero, desgraciadamente, ese no es el problema”. Me quedé un tanto atónito: “¿Y entonces cuál es?”. “Uno mucho más importante: que la gente no cree en Dios”.
Y es cierto que hoy en día la gente está deshabitada de creencias y centrada en otras cosas, yo diría que cada uno en sí mismo. Tampoco se cree en la pareja con la que compartir pan y cebolla hasta el final de los días, ni en los hijos, con los que no salen las cuentas: se necesita un derroche de energía y de recursos con ellos, para que al final se vayan en unos años llevándoselo todo consigo y no devolviendo nada. Ni en la amistad, ni en otros compromisos a largo plazo: somos amigos en tanto nuestros caminos lo permitan.
Vivimos tiempos del aquí y el ahora, que estaría bien si no se dejará a un lado una visión a largo plazo, tan necesaria en un ser, tan antiguo y tan permanente a un tiempo, como el hombre.
Vivimos, por otra parte, tiempos de un ruido insoportable: donde los políticos, las televisiones, los medios de comunicación, las redes sociales, esos sacerdotes de nuevo cuño sin cara visible y sin control, nos ordenan cada día lo que tenemos que hacer, es más, lo que tenemos que pensar, para no acabar en la hoguera que ellos mismos encienden. Parece ser que la verdad está, más que nunca, en quien grita más alto.
¿Quiere decirse que estamos peor que nunca y que la gente no cree ya en casi nada, sino en su propio ombligo?
Yo no diría eso, ni mucho menos. Hemos mejorado, y mucho también, en aquello que ya dijo el viejo Oscar Wilde hace dos siglos: “Una cosa no es necesariamente cierta porque un hombre muera por ella”. Esos grupúsculos religiosos que quieren imponer sus creencias a sangre y fuego ya no tienen cabida en un mundo moderno. Y eso está bien, un mundo avanzado y con mucha información, con gran libertad personal, implica que cada uno debe buscar confortabilidad y esperanza en sus propias creencias. Las creencias alivian el sufrimiento y alimentan la esperanza. Ya lo dijo Alejandro Dumas también hace mucho tiempo: “Creemos, sobre todo porque es más fácil creer que dudar y, además, porque la fe es la hermana de la esperanza y la caridad”. ¿Por qué renunciar a estas últimas?
Lo difícil en el mundo que viene será encontrar entre tanto ruido, entre tanta información parcial, sesgada e interesada nuestras propias creencias. Las fuerzas dominantes hoy en día son de un materialismo rampante, donde todo el mundo pierde el culo, y valga esta vulgaridad, para hacer cola y adorar al becerro de oro.
Y tal vez, no haya llegado todavía lo peor, como dice el dicho: “Peor que adorar al becerro de oro, será adorar al oro del becerro”. Todo se andará, sobre todo en el mundo decadente y sin creencias de las sociedades avanzadas de Occidente.
Pero, también es cierto, que el mundo que viene no será un mundo uniforme, ni mucho menos, que a las religiones no les quedará otra que acercar su mensaje al mundo actual, y que cada vez habrá más gente, por otra parte, que abandonará la rueda del hámster del consumo irracional para encontrar espacios de independencia y libertad crítica. Y que la revolución tecnológica que viene liberará al hombre de la esclavitud del trabajo de sol a sol y la mente tendrá más espacios para discurrir sobre el presente y sobre el futuro. Para eso se necesitará tiempo y silencio, justo lo que no tenemos hoy día. Ya lo dijo Thomas Carlyle: “El silencio es el elemento en el que se forman todas las cosas grandes”.
Esa es la esperanza. La esperanza maravillosa en que, a veces, se da la circunstancia de que todas las creencias confluyen: el amor a uno mismo, el amor a los demás, la vida presente, la vida futura… Esa sensación de plenitud, de trascendencia, de que todo encaja, que todo hombre ha buscado desde siempre. Y que sigue y seguirá buscando. Ya nos dejó pistas, barriendo para mi esquina literaria, Henry Miller: “Si Dios no es amor, no vale la pena que exista”. Pero esa fe, esa creencia, ha de ser consciente, sujeta a reflexión y responsable. Un icono del cristianismo, como San Agustín, lo tenía muy claro, ya en el siglo IV: “Todo el que cree, piensa. Porque la fe, si no se piensa en lo que se cree, es nula”.
Yo me quedo como colofón que es bueno creer, también durante el mundo que viene, no en lo que te digan, sino lo que tú sientas. Y que las creencias no deben imponerse, sino buscarlas cada uno en su silencio personal, en su conciencia.
Un hombre que cree en algo es más.
Ya lo dijo Virgilio: “Pueden los que creen que pueden”.
Francisco Rodríguez Tejedor/ Escritor y economista