En 2030, la ropa con la que nos vestimos deberá ser “más duradera, reparable, reutilizable y reciclable a fin de luchar contra la moda rápida, la basura textil y la destrucción de los productos textiles no vendidos”. Ese es uno de los objetivos que se propuso la Comisión Europea el pasado marzo, bajo el marco del Pacto Verde Europeo, que busca convertir el continente en una región “climáticamente neutra”, es decir, que no produzca emisiones netas de gases de efecto invernadero en el año 2050.
Paradójicamente, esta información podría estar detrás del ‘pánico’ que se desató en redes sociales en torno al portal asiático de moda Shein. El rumor sobre su cierre en Europa provocó que miles de usuarios, alarmados, planearan sus últimos pedidos de ropa en la gran plataforma china antes de que alguna institución –llegó a hablarse hasta de la Organización Mundial de la Salud (OMS)– cerrara sus puertas a sus clientes europeos.
Lejos de marcharse, la compañía instalará en España una tienda ‘pop up’. Durante cuatro días, del 2 al 5 de junio, Shein dispondrá de un establecimiento físico en Madrid, a escasos metros de uno de sus principales competidores –Zara–, y al que se prevé que cientos de personas se desplacen para adquirir prendas low cost sin esperar a que lleguen a casa.
Pese a que ni Shein ni ninguna otra marca dejará de operar en Europa a corto plazo, cada vez son más las demandas para que el sector de la moda reajuste su modelo de negocio. No solo para adaptarse al marco legislativo de los países en los que operan, sino porque garantizar la sostenibilidad medioambiental exige cambios drásticos.
¿De dónde viene la ropa que usamos a diario?
La ropa que encontramos en las tiendas, en su inmensa mayoría, no se fabrica en España, ni siquiera en Europa. Según los datos de Eurostat hasta 2020, la ropa consumida en el continente proviene principalmente de China, Bangladesh y Turquía. De los 69.000 millones de euros en los que están valoradas esas importaciones, un tercio, en torno a 21.000 millones, vienen únicamente de Pekín.
El negocio de la moda, que desde hacía años no paraba de crecer, se estancó con la crisis del coronavirus, ya que durante varios meses tanto la entrada como la salida de productos estuvo paralizada. No obstante, Europa no se ha caracterizado nunca por ser un continente exportador, sino que más bien ha optado por traer mercancía del exterior.
Pese a ello, Eurostat remarca que, dentro de los Estados miembro, Italia es el que más exporta fuera de Europa (un 33%, equivalente a 10.000 millones de euros). Le siguen, aunque a cierta distancia, Alemania (17%, 5.000 millones), España (14%, 4.000 millones) y Francia (13%, cerca también de 4.000 millones).
¿Cuáles son las cifras del sector en España?
Quizá la palabra que venga a la cabeza al juntar “ropa” y “España” sea la de una multinacional: Industria de Diseño Textil S.A., más conocida como Inditex. La compañía, propietaria de marcas como Zara, Pull&Bear o Stradivarius, tuvo un volumen de ventas cercano a los 28.000 millones de euros en 2021, según la información extraída de su web. Sin embargo, su éxito no se refleja de la misma forma en otras empresas del sector.
En 2001, esta industria contaba con casi 35.000 empresas. Desde entonces, con los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) homogeneizados por el Instituto de Desarrollo Económico del Principado de Asturias (IDEPA), la tendencia ha sido decreciente, con algunos años de recuperación puntual. Ahora, el número de empresas textiles no llega a las 20.000, y las de confección y peletería son las que más han acusado el golpe.
En este contexto, la facturación del sector apenas alcanzó los 15 millones de euros en 2019, cuando a principios de siglo sobrepasaba los 23. Con el paso del tiempo, su peso en el PIB español ha pasado de encarnar un 5% a un 2%.
Al igual que sucedía en el conjunto del continente europeo, España tiene una gran dependencia de China a la hora de importar ropa. Según los datos del Instituto de Comercio Exterior (ICEX), el tráfico de prendas desde Pekín en 2019 estuvo cerca de duplicar el procedente de Ankara y Daca. Por otra parte, la moda española tiene amplia acogida entre sus socios europeos, y también es apreciada por Marruecos, Estados Unidos, Reino Unido y Turquía.
Las compras por Internet se consolidan como un factor clave en el sector
Tampoco es una novedad que la pandemia de COVID-19 ha acelerado un fenómeno que está ya prácticamente instalado: el de las compras por Internet. Si ya en 2020 una de cada tres personas aseguraba comprar de forma online, un 53% lo hace ahora de forma recurrente, según los últimos datos de la empresa Adevinta.
En su Informe sobre la evolución y las tendencias en los hábitos del consumidor, la compañía constata que la moda ha sido el producto más demandado en 2021, un 54%, más de dos puntos que hace un año. Además, no solo desbanca a la tecnología –se queda en un 49%–, sino que, junto a los viajes, son los únicos ámbitos que crecen.
La Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia (CNMC) también da muestras de este aumento a lo largo de los años. Desde 2012, las ventas en el sector textil no dejan de crecer en el ecommerce, y en 2019 se alcanzaron los 4.332 millones de euros en las prendas de vestir, diez veces más que hace casi diez años. El calzado y el cuero, aunque en menor medida, también han experimentado un fuerte aumento, especialmente a partir de 2018.
Las expectativas dentro de la industria es que esta tendencia siga hacia arriba y que sea la dominante. Según Adevinta, en 2022, en ámbitos como la moda (un 11%) será donde la sociedad dejará de comprar de forma tradicional –acudir y pagar en el establecimiento– y apostará más por su gasto en el formato online.
Fast fashion: contaminación, derechos humanos y plagios
El término fast fashion, o moda rápida, se refiere al proceso de producción de prendas baratas inmersas dentro de distintas tendencias que varían rápidamente. Por ejemplo, si comparamos los métodos de fabricación de Zara y Shein, en el caso de la primera podría durar semanas, mientras que el gigante chino lo acorta a unas jornadas. De hecho, la descripción de su web informa de que elaboran más de 500 modelos diarios, un ritmo difícil de seguir.
Pero, ¿es ese ritmo sostenible? Para el medioambiente no. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) estima que esta industria es responsable de entre un 2% y un 8% de las emisiones de efecto invernadero. Pero no solo la atmósfera se ve dañada: un 9% de los plásticos empleados para hacer prendas de vestir acaban en los océanos, y 215 trillones de litros de agua son utilizados al año para cumplir con la alta demanda del sector.
En ese sentido, en 2018, en el contexto de la COP24, las compañías textiles se comprometieron, amparadas por Naciones Unidas, a reducir al 30% las emisiones de gases de efecto invernadero para 2030. Esta y otras metas, como apoyar los movimientos de la economía circular –modelo de producción y consumo para ampliar la vida útil de distintos productos–, conformaron la Carta de la Industria de la Moda –en inglés–.
Aunque no se habló de ello en ese acuerdo, las condiciones laborales de la plantilla en el mundo de la moda –la mayoría femenina– también han estado bajo el punto de mira. Pese a que las empresas procuran hacer cumplir con los convenios en cada país, no siempre se consigue, y han salido a la luz casos de explotación, trabajo infantil y salarios bajos. También se han registrado catástrofes como la del derrumbe del edificio Rana Plaza en Bangladesh en 2013, cuando más de 1.100 personas fallecieron y 2.500 resultaron heridas.
La fast fashion también incorpora otra característica más a su modelo de negocio: el plagio. Si ya Zara comenzó imitando el estilo de diversos diseñadores antes del cambio de siglo, marcas como Shein también están haciendo lo propio. No solo lo practica con la competencia –precisamente Zara suele ser su principal objetivo, y en YouTube y otras redes sociales son recurrentes los vídeos encontrando esos clones; la empresa china también ha recibido toques de atención por parte de Levi Strauss o Dr. Martins, entre otros–, sino que roba también el trabajo de pequeños creadores, que ven impotentes cómo sus diseños son comercializados sin recibir nada a cambio y sin que las pedidas de retirada surtan efecto.