Disfrutamos (por ahora) de tolerancia democrática, feminismo y equidad de género democrático, instituciones democráticas, cultura democrática, diálogo democrático, paz democrática, bienestar democrático, felicidad democrática. Todo ello al ¿módico? precio de 23.000,00 euros per cápita. Es la parte alícuota que recae sobre cada español para hacer frente a la deuda contraída por nuestro Estado de las Autonomías. Sin duda es una fuerte suma que, de algún modo y alguien, de alguna generación, tendrá que pagar. Lástima, porque sin esa deuda y sus intereses, se podría disponer de ese fuerte capital para crear más empleo y desarrollo económico.
No hace falta mucho sentido común para mirar atrás y percibir que la interpretación que hemos venido dando a nuestra democracia ha sido bastante peculiar. Cuando aquella ciudadana, siendo ministra del gobierno, apuntó que “el dinero público no es de nadie” encareció bastante el costo de haberla elegido en democracia. Claro que su jefe de gobierno se pavoneaba de que nuestra economía estaba en la “champion” mientras callaba que estaba endeudada hasta las cejas. Pero eso son solo cosas de la economía y lo importante es lo que pasa en la política.
En lo puramente político, hace algún tiempo se produjeron conversaciones entre la izquierda definida y la izquierda indefinida, para juntarse en las próximas elecciones democráticas. Por lo que ha aparecido en la prensa, la discusión consistía fundamentalmente en el reparto de posibles sillones a ocupar (actas de diputado) por los miembros de cada conjunto.
Si tomamos estos ejemplos como muestra de nuestra realidad político-económica, podemos deducir que lo que tenemos es una democracia caprichosa, en el sentido de que algunos en política hacen su capricho y los que no están en la política pagan sus caprichos.
Habría que entender que democracia es el nombre de una forma de gobierno, no es su contenido. Se refiere a la forma de acceder los gobernantes a sus cargos, a la forma de dictar las leyes y a la forma de controlar el ejercicio del poder. Pero la forma no es el contenido. No debería ser que el gobierno democrático haga lo que se le ocurra. Existen reglas de conducta, exigencias de justicia, que son objetivas, que pertenecen, por encima de la política, a la esencia de la persona humana. Y esas normas no son objeto de opinión, sino de conocimiento y convencimiento, están en la naturaleza del sentido común.
Algo falla cuando se habla de moral. A la hora de relacionar la moral con la política lo que aparece es el cinismo de justificar lo injustificable. No, la moral no tiene buena prensa en política. Se toma como algo propio de almas cándidas, como cosa de los curas, algo que forma parte de la rutina para las viejas incapaces de entrar en la modernidad. Y sin embargo, para el radical y revolucionario Jean Jacques Rousseau, cuyo modelo político se basa en la idea clave de “voluntad general”, una sociedad, un proyecto político, una clase dirigente, sin principios morales, no puede realizarse. Dejó escrito:”Los que quieren tratar la política y la moral de forma separada nunca entenderán nada sobre ninguna de las dos”.
Que la conducta de la mayor parte de los políticos marcha al compás del resto de la población en general, no ofrece ninguna duda. Pero existen quienes, haciendo caso omiso de la cosa moral, utilizan su poder para atrapar todo lo que se pone a su alcance en “eso que no es de nadie” y, lo hacen con tal afición que llegan a llamar la atención de la justicia, y con el tiempo son atrapados, e incluso son alojados en algún hostal para delincuentes. La resonancia de sus casos es superior a la de los eventos que se publican en revistas del corazón, provocan escándalo general y la desconfianza del personal hacia la política presente. Eso es campo abonado para el populismo.
El populismo se basa en el deseo generalizado de quitarse de encima a esos gobernantes, nefastos e incapaces,que se comportan como sanguijuelas. Y como han sido elegidos por el procedimiento democrático, se estima que la democracia está viciada, que debe eliminarse y ser sustituida por la democracia pura y dura del sistema asambleario. Naturalmente al movimiento asambleario le acompaña el ruido de manifestaciones callejeras y escraches como expresión de la opinión popular. El proceso se mantiene y aparece el personaje mesiánico que remueve la ilusión de la legión desengañada. Al poco, la revolución asamblearia se institucionaliza. Sus dirigentes ocupan puestos remunerados por la hacienda pública. Y a partir de ese momento, cesan la manifestaciones callejeras, y los escraches son vistos como ofensa a la autoridad. Se realiza una ocupación del poder político, pero la moral ni se menciona. Sigue faltando la moral que da legitimidad al ejercicio del poder por quienes hayan sido legítimamente elegidos. Y todo sigue igual….o peor.