En estos tiempos de resultados políticos otrora insólitos (Brexit, elección de Trump, coalición de extremismos en Italia), el repentino ascenso a la Presidencia del Gobierno de España del líder Partido Socialista Obrero Español (PSOE), Pedro Sánchez, puede causar inquietud entre quienes, por no estar expuestos a la realidad política española, podrían dar cierta credibilidad a las más disparatadas teorías conspirativas.
Para un observador desprevenido, o intoxicado de relatos apocalípticos, la investidura de Pedro Sánchez con el apoyo de Podemos y de los partidos independentistas catalanes (entre otros) podría significar la captura del poder por una coalición de izquierdas capaz de transformar el actual sistema de libertades civiles y económicas en un régimen inspirado en las ominosas experiencias de Cuba, Nicaragua o Venezuela, entre cuyas calamidades económicas más temibles figuran la escasez generalizada o la hiperinflación.
Sin embargo, la historia contemporánea de España revela inequívocas preferencias sociales y sólidos compromisos institucionales que confinan la escasez sistemática o el desbordamiento de la inflación al reino de la ficción. La última vez que en España hubo algo semejante a una escasez de productos básicos fue en los primeros años de la posguerra. El sistema político que entonces imperaba empleaba el control de precios y las listas de racionamiento como instrumentos de política económica. Hacia 1959 los controles fueron desmontados, tras el fin del período conocido como “la autarquía”, y España comenzó a abrirse al mundo.
A ninguno de los 21 gobiernos que ha habido desde entonces (14 en dictadura y 12 en democracia), de izquierdas y de derechas, se la ha ocurrido prescribir controles de precios generalizados como la panacea contra la inflación, y que en realidad son el origen de la escasez crónica. Otra cosa es que exista en España una regulación de precios en sectores específicos como el energético, práctica común en Europa Occidental. Se trata en todo caso de una regulación que atiende a criterios racionales, en nada comparable a los asfixiantes controles de los experimentos comunistas de América Latina.
También merece la pena precisar que España, en tanto que Estado Miembro de la Unión Europea (UE), se sometió a un proceso de convergencia macroeconómica como requisito para acceder a la Unión Monetaria, acordada en el Tratado de Maastrich de 1992, y concretada plenamente en 2002. Este proceso supuso reducir progresivamente el déficit fiscal, la deuda pública y la inflación a unas metas establecidas por las autoridades de la UE.
Más de 25 años después, el resultado es que la pertenencia a la eurozona hoy es una política de Estado, que trasciende gobiernos. Ninguno de los grupos parlamentarios representados hoy en el Congreso de los Diputados propone hoy a su electorado la ruptura de estos compromisos institucionales europeos; ni siquiera los partidos independentistas catalanes, quienes siempre han procurado inscribir su proyecto dentro de Europa. El disenso “antisistema” se reduce pues a una gestualidad simbólica de los sectores más radicales de algunos partidos.
Por último, las preferencias ideológicas -que no partidistas- de los ciudadanos españoles han demostrado ser, a diferencia de otros países europeos, notablemente estables. Según datos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), durante los últimos diez años la proporción de votantes que se autodefinen en una escala del 1 al 10 en el “centro” representan entre el 52 y el 60 por ciento. Ello da cuenta de una sociedad que no simpatiza con los extremos que, en el caso de la democracia española, podría decirse que suelen ser “mucho ruido y pocas nueces”.
Iván Martínez Calcaño, consultor independiente.