Un fantasma recorre la práctica médica en Europa. Más allá de los recortes, las condiciones laborales o los conflictos de intereses, en el fondo del sistema de nuestra formación sanitaria se esconde el enemigo más peligroso: la ignorancia científica.
Tras siglos en que las sanguijuelas, los baños de luz de Luna, los aceites de serpiente y los cuernos de unicornio eran el último éxito en tratamientos médicos y los cirujanos compatibilizaban sus actividades de sacamuelas con las de barbero, abrazamos el espíritu científico y a ese cambio le debemos que hoy en día las salas de partos no sean una selva de bacterias, que una operación de apendicitis sea algo rutinario o que muchos pacientes esquizofrénicos puedan tener vidas plenamente funcionales.
Pero este cambio es trabajo de todos. Vemos la ciencia básica como un mundo separado, y la atención médica como un lugar en que no cabe el método científico. Ser un científico no se trata solo de investigar siguiendo un método: implica un modo de pensar, una forma de entender el mundo. Implica dudar de todo y construir tu conocimiento en base a las pruebas más sólidas que puedas encontrar. Entrar en un aula para transcribir lo que dice un profesor y luego memorizarlo tal cual, para soltarlo en el examen no es ciencia.
La homeopatía, las flores de Bach, la bioneuroemoción, la osteopatía… se han colado en la práctica “médica” y, lo que es peor, en las aulas de varias universidades de nuestro país y en los sistemas sanitarios de otros países de Europa. La sanidad pública española, por suerte, está de momento fuera de esta tendencia, pero no podemos dormirnos en los laureles.
Ya existen sistemas informáticos que diagnostican casos de atención primaria con un 80 por ciento de éxito en su primer juicio diagnóstico. Esto es más que algunos de los profesionales que rondan hoy los hospitales y se debe a que solo sabemos memorizar y aplicar algoritmos, algo que una máquina siempre hará mejor que nosotros. Tenemos que ser capaces de diferenciarnos en un ordenador en algo más que una interfaz amable (en el mejor de los casos) y la satisfacción de ser tratados por una persona. Hace falta algo más, hace falta esa autonomía, ese pensamiento lateral que una máquina todavía no tiene.
El pensamiento crítico y el pensamiento científico tienen que ser algo más que menciones esporádicas en asignaturas básicas y, con suerte, en filosofía en el instituto. Deben ser la espina dorsal que articulen toda la formación médica, para lanzarnos a la práctica preparados para luchar contra falsas terapias más atractivas que los tratamientos basados en la evidencia pero, y no podemos cansarnos de repetir esto, en absoluto eficaces y, en la medida en que llevan al abandono de los que lo son, peligrosos.
He visto a profesores vomitar clases enteras para después quedarse sin palabras ante la simple pregunta de “¿por qué funciona este tratamiento?” Tratamientos que ellos aplican en su día a día y suponen una parte central de su especialidad. ¿Cómo podrás disuadir a tu paciente de que tome naturopatía si no entiendes cómo funciona la ciencia? Todo esto es un fallo formativo terrible en una sociedad donde el número de antivacunas y demás charlatanes está en crecimiento.
Está en nuestras manos emplear una visión crítica de nuestra profesión, cuestionar los fundamentos, no porque sean equivocados, sino porque hay que tenerlos presentes y, en resumen, reconstruir lo científico que la formación sanitaria nunca debió haber perdido. Y es que, en este caso la revolución la tenemos que hacer cada uno desde nuestras pequeñas consultas, desde la evidencia, y siempre juntos.
Leonardo Caveda González-Pardo, exvicepresidente de Asuntos Externos del Consejo Estatal de Estudiantes de Medicina (CEEM); e Ignacio Crespo Pita, divulgador científico y miembro de la Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas.