Los líderes se identifican, por el reconocimiento que las personas otorgan al modo de acción y pensamiento de uno o varios individuos en determinadas áreas y que sirven de guía para otros.
Comenté la semana pasada la dificultad para llegar a acuerdos en temas tan importantes como lo son la educación o la sanidad, que, por sentido común, no deberían suponer ningún tipo de problema a la hora acordar lo que es mejor para un país determinado.
Entendiendo que la complejidad de la dinámica política impide muchas veces el logro de acuerdos y consensos necesarios para el crecimiento y el desarrollo de todos; urge tomar medidas para que, en aspectos específicos del devenir político de una nación, las decisiones sean tomadas de forma ágil, sensata y respetada por todos.
Por eso planteo una reestructuración del sistema político que, daría muchísimos beneficios a corto, mediano y largo plazo y en distintos ámbitos a cualquier sociedad que decida aplicarla.
Un sistema político en reglas generales se basa en relaciones de poder; es decir, en pesos y contra pesos que garantizan que un poder no tendrá la suficiente fuerza como para someter o dominar a los demás “poderes” -Ejecutivo, Legislativo y Judicial-, lo que genera incentivos para lograr acuerdos y negociaciones.
Un ejemplo de cómo funcionan los incentivos lo vemos en Venezuela y en España.
En Venezuela, el gobierno autoritario de Nicolás Maduro no tiene incentivos reales para llegar a ningún acuerdo o negociación real y mucho menos cumplir ningún posible acuerdo con la oposición democrática debido a la debilidad política, económica y militar de ésta, pero tampoco es tan poderoso como para ignorar el respaldo de los países que reconocen a Juan Guaidó como presidente de Venezuela, por eso, tampoco lo ha encarcelado.
En el caso de España, el gobierno actual cuenta con más poder dentro del Congreso de los Diputados que los partidos constitucionalistas, por eso no los toma en cuenta para aprobar los presupuestos generales u otras propuestas políticas, pero los necesitaba para aprobar el estado de alarma, por lo que llegó a acuerdo con algunos y logró su cometido.
Y así como en la política, los incentivos son fundamentales para el ser humano y para la sociedad; los incentivos nos mueven a actuar o no, de forma individual o colectiva, en función de lo que representen para nosotros, ya sean castigos o recompensas.
Pero, ¿Qué pasa cuando los antivalores corrompen el sistema político?, ¿Qué pasa cuando los contrapesos en lugar de limitarse unos a otros, se unen y se potencian entre sí contra el resto de la sociedad?
¿Qué pasa cuando los poderes del sistema político encuentran en la corrupción, la impunidad y el amedrentamiento, los incentivos necesarios para controlar y dominar al resto de actores de un país?
Por eso, es necesario dotar de los incentivos correctos al estamento político en general para optimizar su funcionamiento y que sea un ejemplo para los ciudadanos.
No tiene sentido esperar que quien infringe las leyes se vaya a aplicar las normas y las sanciones a sí mismo; la sociedad debe organizarse y exigir sus derechos de la misma forma como se le exige que cumpla con sus deberes, en la vida nadie regala nada y menos un gobierno.
Tomaré prestado el ejemplo más clásico de todos, que es aquel trabajador de una empresa de bebidas X, que no puede ser visto bebiendo productos de la marca Z ya que puede ser despedido, sobre todo si viste el uniforme de su empresa X.
Pues bien, los políticos deben defender el uso de lo público por encima de lo privado, y no para eliminar o limitar lo privado o la libertad de las personas, ¡ni mucho menos! Se trata de devolverle la confianza a las personas garantizándoles los mayores beneficios posibles.
Regresando a los ejemplos de la semana pasada; la sanidad y la educación pública, el planteamiento es el siguiente: Todos los cargos de elección popular y de representación del sistema político a todos los niveles, sus equipos de trabajo y sus familiares directos deben estar obligados por ley a acudir a la sanidad y a la educación pública durante el período de mandato o de ejercicio público.
Ningún cargo investido de poder o responsabilidad política es un ciudadano común; por lo tanto, así como debe tener garantías y ciertos beneficios, también debe cumplir ciertas normas que velen por el fin último de sus cargos, el servicio a los ciudadanos mediante el mejoramiento de la prestación de servicios públicos.
Si al familiar de un alto cargo del gobierno, que se sienta mal, lo pelotean durante seis o siete meses en la sanidad pública diciéndole que no tiene nada, que tome ibuprofeno y luego, al octavo mes, le diagnostican un cáncer en fase terminal; seguramente y como mínimo, se planteará la necesidad de mejorar el sistema sanitario.
Lo mismo pasa con la educación, si los altos jerarcas del gobierno tuvieran que llevar a sus hijos a colegios, institutos o universidades públicas, al momento de jurar o asumir sus cargos, les aseguro que se acaba la tontería esta de promulgar una Ley Orgánica de Educación cada vez que se cambia de gobierno.
Lo mismo podríamos decir con el acceso al transporte público -entre otros- o a los pasos que deben cumplir los ciudadanos que aspiran integrar el sistema político de un país, que tiene bajo su responsabilidad la vida y destino de millones de personas.
Esto último lo digo porque, así como nadie pondría su vida en mis manos para que realice un trasplante de riñón porque no tengo estudios de medicina ni nadie viviría en un edificio construido por mí porque no soy arquitecto ni ingeniero, pues así mismo deben cumplirse unos requerimientos para dirigir un país, es de lógica.
Cada semana iré explicando las ventajas de mi planteamiento y el por qué del mismo.