En Gredos conocí a D. Alfonso Querejazu Urriolagoitia. Me sorprendió verle hablar con unos belgas en francés, y en inglés con unos americanos. Por aquel entonces, cuando el hombre no había llegado a la Luna, resultaba insólito que un español hablase idiomas extranjeros como en su propia lengua. Le pregunté por los idiomas que manejaba y, con toda sencillez, respondió: “los cinco más corrientes”. El interés por su personalidad me llevó a saber posteriormente que, a comienzos del siglo pasado, había ampliado sus estudios de derecho, historia y filosofía en la London School of Economics y en las Universidades de Bonn y Berlín. Era doctor por la Universidad Central de Madrid, y había representado a Bolivia en la Sociedad de Naciones (Ginebra). En el curso de una enfermedad, recogido en su intimidad, su encuentro con la fe religiosa le llevó a estudiar teología en Friburgo para ser ordenado sacerdote por la Diócesis de Avila, donde permaneció como profesor de Historia de la Filosofía y de la Cultura en el Seminario diocesano.
Teólogo e insigne jurista, D. Alfonso dedicó sus esfuerzos al pensamiento y la reflexión sobre el catolicismo y la España de entonces. Tenía la convicción de que solo concentrándose en el interior de uno mismo se podría entender objetivamente el mundo exterior de aquellos años cincuenta. Su papel como guía espiritual, además de intelectual, fue clave en las Conversaciones de Intelectuales de Gredos. No se puede escribir la historia cultural y espiritual de España en los años posteriores a la guerra civil, ni el proceso intelectual y moral, antes que político, que se materializó en la transición política de un régimen autoritario a otro democrático, sin citar aquellas Conversaciones, que se desarrollaron desde 1951 a 1969.
Las Conversaciones de Gredos tenían lugar todos los años, en lugar y fecha fija: Semana de Pentecostés y Parador de Gredos. Venían a ser como un retiro espiritual de intelectuales no alineados con el franquismo político. Eran personas que habían conocido la presión anticatólica de la Segunda República con sus agresiones físicas y asesinatos y, por otro lado, evitaban disfrutar las ventajas que les podía aportar el nacional catolicismo del franquismo. Asiduos participantes fueron Leopoldo Calvo Sotelo, Ignacio Camuñas, Luis Díez del Corral, Antonio Garrigues, J.L. López Aranguren, Gregorio Marañón, Marcelino Oreja, Xavier Zubiri, Ignacio Satrústegui y tantos otros, entre los que se encontraba el Embajador de Suiza en España, el calvinista Philippe Zutter, que habló incluso con el Papa Juan XXIII de la eficacia del espíritu de Gredos, en donde dijo haber recibido la más bella experiencia cristiana de su vida.
El éxito de la Conversaciones de Gredos consistió en que quisieron ser una actividad esencialmente religiosa. No era un lugar para la política, era ocasión para el diálogo, para el encuentro con Dios y con uno mismo. Por aquel entonces no era ni siquiera imaginable la idea de una Constitución democrática. Pero lo cierto es que, en poco tiempo, algunos de los asistentes a las Conversaciones de Gredos estarían en la vanguardia de la política española, encabezando los movimientos democráticos que influyeron decisivamente en la evolución del régimen de Franco a un sistema democrático, en un proceso pacífico tal y como no se ha producido en otro país. En su apertura a los españoles que estaban en el exilio, se pasó de la Falange a la democracia, del autoritarismo al sistema de partidos, en una trayectoria de cambio de instituciones que culminó en la Constitución de 1.978.
Que las convicciones religiosa de unos hombres intelectualmente preparados tengan influencia en la política de altura de una nación, no es algo fácil de demostrar porque se trata de imponderables del espíritu que no se pueden medir con procedimientos positivistas. Se sabe que aquellos que asistían a las Conversaciones de Gredos no eran “hombres musgo”, faltos de raices, sino que tenían conciencia de lo que está bien y lo que está mal y llamaban a las cosas por su nombre. Su comportamiento contrasta fuertemente con el de la mediocridad engreida que nos envuelve en nuestros días. Se nos dice que la religión es un algo del pasado que ha de ser tratada como cosa meramente privada, sin manifestarse en lo público. Y lo que ocurre cuando la religión se considera “cosa privada”, es que se institucionaliza la irreligión, y aparece la religión del estado totalitario. Se nos dice que no existe infierno en la otra vida, para engatusarnos con el paraíso en la tierra, pero en definitiva, eso nos trae irremediablemente el infierno en la tierra que vivimos.