Hace algunos años , en mi primer empleo como psicólogo, conocí a una pareja como pocas: ambos eran de origen humilde, desde muy jóvenes habían sido estudiantes muy aplicados, hicieron carreras universitarias con mucho esfuerzo propio y el de sus respectivas familias hasta que finalmente, la excelencia profesional de ambos avaló sus respectivos ingresos en cursos de postgrado en prestigiosas universidades americanas.
De vuelta en su país de origen ambos eran profesionales capacitados, altamente demandados y especializados. La vida ahora les sonreía en todo sentido, inclusive económicamente, así que decidieron casarse y tener hijos. Tuvieron tres. Cuando los conocí, dos de los tres hijos ya eran adolescentes y el pequeño tenía diez años. Ella era mi gerente, quizá de quien más aprendí sobre Recursos Humanos. En aquella época con frecuencia me citaba en su oficina para coordinar asuntos de trabajo.
En una de esas reuniones, una llamada de su única hija (más otros dos varones) nos interrumpió. Ese día llegaba a sus 15 años y su madre le había pedido antes de salir de casa que pensara en el regalo que le gustaría recibir esta vez, porque en las oportunidades anteriores los padres ya habían agotado las ideas de sorpresas. Como habían acordado, la chica llamó a su madre para decirle que ya sabía lo que quería como regalo: un anillo de diamantes.
Al escuchar el deseo de su hija, la madre enmudeció, lentamente soltó el teléfono y colgó la llamada. Tras unos segundos de silencio, sólo me miró desconsolada y dijo pensativa: “algo debo haber hecho muy mal”. Justo el día anterior había tenido una discusión con su hijo mayor, de apenas 17 años, porque manifestó desinterés en ingresar a la universidad. El chico no entendía las razones para tener una profesión: sus padres ya lo habían hecho, tenían bienes de fortuna y con ella todo lo que había deseado, pero nada llenaba la sensación de vacío interior. Su mayor interés por ahora, era viajar y descansar.
A lo largo de años de ejercicio profesional he tropezado con la misma historia muchas veces, con otros protagonistas, otras exigencias y matices, pero esencialmente la misma situación: hijos que crecen exigiendo a sus padres el cumplimiento de sus caprichos materiales, que se niegan a asumir responsabilidades, valoran el tener por encima del ser, se perciben como seres superiores a los demás (incluso de sus propios padres), creen tener el éxito asegurado sin conocer ni valorar el camino que lleva hasta él, sin embargo experimentan un enorme vacío interior.
Estos padres, como muchos otros, actuaron movidos por el deseo de que su descendencia no tuviera que transitar por las mismas dificultades o carencias que ellos mismos tuvieron antes. En otros casos he visto padres con la misma actitud, aún sin poseer bienes de fortuna. Se han privado de la satisfacción de sus necesidades básicas, para complacer las demandas no básicas de sus hijos, aún los caprichos más absurdos, aunque ello implique pasar por el sacrificio de continuar acarreando carencias ancestrales. Todo ello bajo la motivación de evitar a toda costa, que sus hijos sufran las mismas carencias que ellos experimentaron. También he observado la misma actitud, derivadas de otras razones, como por ejemplo, crecer sin una familia o sin uno o ambos padres.
En otra ocasión, conocí a una mujer adulta que se negaba a tener hijos. En sí misma esta es una decisión muy valiente, en un mundo que cada vez presiona más para “cumplir” con ciertos paradigmas sociales. Pero en este caso, el motivo era muy diferente y lo tenía muy claro: ella no soportaba la idea, después de haber conseguido tantas cosas materiales en su vida con tanto esfuerzo, que otra persona viniera al mundo, aunque sea su hijo, a disfrutar aquello que le había costado tanto conseguir. Le agradaba la idea de tener pareja, pero no compartía sus deseos de tener descendencia porque pensaba que ello le impediría disfrutar de todo lo material que había logrado hasta ahora.
Algunos padres intentando aprender de experiencias ajenas, optan por otro tipo de posición que no deja de ser extrema, como por ejemplo, enfrentar a los hijos con carencias de todo tipo para que entiendan lo antes posible el valor del trabajo y desarrollen la capacidad de obtener todo lo deseado como producto del esfuerzo propio. El resultado de ello son personas con la infancia secuestrada por la necesidad de valerse por sí mismos, derivando en adultos con el mismo vacío interior que experimentaba el joven de nuestra historia inicial.
Si evitamos caer en la tentación de emitir un juicio de valor sobre estas historias, podemos representarlas todas sobre una línea recta, colocando las palabras carencia y abundancia en extremos diferentes. Enseguida nos daremos cuenta cuáles actitudes podemos ubicar en los extremos o en puntos intermedios por las consecuencias que de ellas se derivarían. Abraham Maslow hizo una representación maravillosa de ellas en una pirámide, ayudando a la humanidad entera a entender que la satisfacción de nuestras necesidades básicas es la tarea de la familia y de toda la sociedad. Sobre esta satisfacción inicial se construye la humanidad.
El equilibrio es necesario entonces en la crianza, pero no siempre tenemos claro las formas de lograrlo. ¿Hasta dónde o hasta cuándo deben sacrificarse los padres por los hijos? ¿Cómo enseñarles a valorar el ser sobre el tener ubicando lo material en el lugar que corresponde y acceder merecidamente a una vida mejor?. ¿En qué medida las carencias o su satisfacción nos dan oportunidades de aprender lo esencial de la vida?. No te pierdas las sugerencias en la próxima parte.