Carla Salcedo Leal y su esposo han abandonado Caracas para comenzar una nueva vida en Budapest.
Una gélida habitación de dos por cinco metros. Ese fue el nuevo ‘hogar’ al que llegaron Carla Salcedo Leal y su esposo en Budapest. A pesar de que han tenido que empezar de cero en el mercado laboral, adaptarse a un idioma tan distinto y luchar contra un frío que nada tiene que ver con el clima siempre primaveral de Caracas, reconocen que han tenido una emigración VIP en comparación con la de otros compatriotas. La adversidad no ha significado un freno para esta familia que busca darle a su hija una oportunidad invaluable: la libertad.
Ésta es su carta desde la diáspora:
Emigrar ha sido una de las experiencias más extraordinarias de mi vida, sin duda alguna. Ha sido toda una montaña rusa de emociones, en la que me ha ayudado a salir adelante el hecho de ser mamá primeriza, porque me ha tocado aprender a moverme en ambos ámbitos a la vez.
Confieso que tenía mucho tiempo queriendo salir de Venezuela porque no me sentía parte del sistema de valores que se mueve en nuestro país y llegó un punto en el que la situación ya era intolerable para mí como individuo pero también como familia, porque pasé a ser víctima de mi propio encierro. Ese fue el mayor impulso, ofrecerle a mi hija la posibilidad de crecer en libertad y no me arrepiento un solo día de haberlo hecho.
Escoger el destino no fue casualidad, como familia estábamos conscientes de que queríamos un cambio de idiosincrasia y de ritmo de vida, los ojos estuvieron puestos entonces en Europa. Decidimos venir a Hungría porque mi esposo es húngaro, y antes de establecernos en Europa debíamos solucionar la situación legal tanto de mi hija como mía, y hacerlo por acá era más rápido; y aunque pensamos que este solo destino solo sería temporal, la verdad es que se no fueron abriendo los caminos y Budapest se me metió en el corazón como esos amores de la juventud, la verdad es que ahora ya no me veo sin ella.
El inicio lo más difícil
Sabíamos que para mí no sería nada fácil vivir en un país con un idioma tan diferente, incluso para mi esposo hablando húngaro nativo no le era tan fluido comunicarse con otras personas, el idioma ha ido variando de alguna manera después de la caída del comunismo y a veces él siendo tan joven, habla más como los viejitos.
El idioma fue una barrera inmensa para mí con mi español nativo y mi inglés machucado que ha ido avanzando, pero los primeros tres meses fueron de petrificación y frustración para mí en ese sentido.
Tuvimos una migración VIP en comparación a otras historias, porque nos recibió la familia de mi esposo en su casa. Una familia que al final eran total desconocidos para nosotros porque no los habíamos visto más de cuatro veces, y al final eso no es conocer a alguien. Vivimos durante dos meses y cinco días en un cuarto de dos por cinco metros, con tres maletas como closet y un sofá cama que nos servía para dormir, para jugar e incluso a veces para comer.
La verdad era un cuarto tan frío como el color amarillo de sus paredes, el otoño se metía por la ventana con apariencia de invierno, era imposible estar allí sin calentadores o suéter, incluso cuando estaba la calefacción encendida, pero sobrevivimos y poco a poco hemos salido adelante.
Como familia siempre tuvimos la visión de que yo estuviera el mayor tiempo posible con nuestros hijos, así que llegando, aunque en el momento yo tenía más posibilidades de trabajar, fue mi esposo quien se lanzó al ruedo. Empezó trabajando en el negro como asistente de albañilería, aunque nunca había pegado un clavo bien en su propia casa, aquí le tocó aprender y de alguna manera lo disfrutaba, hasta que recibió la buena noticia de un contrato en una multinacional.
Todos los húngaros se quejan de los sueldos en Hungría, y sí, son bajos, pero alcanzan para vivir cómodamente al día. Así vivimos nosotros hasta ahora, con un solo sueldo y el apoyo de una pequeña –muy pequeña de verdad- motivación que el Estado húngaro otorga a las familias. Con estos ingresos nos da para pagar alquiler, hacer mercado, pagar servicios y una que otra vez darnos gustos en alguna atracción de la ciudad o mandar medicinas a nuestros familiares en Venezuela.
Mientras tanto yo me he dedicado a seguir estudiando sobre Marketing y emprendimiento, y por supuesto a aprender húngaro. Todo lo que aquí hago como #UnamamilatinaenBudapest lo plasmo en un proyecto personal que me he propuesto sacar adelante para apoyar a otras madres en mi condición, a través de @sinmanualdeestilo.
El día que me monté en el avión para venirme sentí de verdad que me estaba dando un infarto, por mi mente pasó la posibilidad de no poder vivir sin despertarme y ver El Ávila en mi ventana, pero todo eso se esfumó cuando me pude montar en un autobús con mi hija en su coche, con toda la facilidad del mundo, y definitivamente terminó de desaparecer en cada caminata que hago por la ciudad, en cada foto que tomo sin miedo a que me roben mis equipos o en la tranquilidad de saber que nos alcanza el dinero para vivir.
Este ha sido un año de muchos aprendizajes, de mucho crecimiento, de avanzar hacia lo que nos hemos planteado como familia, pero sobre todo ha sido un tiempo de cambiarse el chip con el que crecimos, porque esta cultura no entiende todo lo que nosotros traemos, y no vinimos acá a imponernos sino a integrarnos. Entender eso nos ha ayudado mucho, así como nos ha ayudado relacionarnos con una hermosa comunidad de familias expatriadas que nos han adoptado como suyos.
No ha sido fácil, es verdad, pero ha sido divino y placenteramente multicultural, ahora que nuestra vida pasó de la más primitiva supervivencia a tejerse en un ambiente donde conviven sin miedo el inglés, el español y el húngaro.